María Hadweh llegó a Chile el 16 de diciembre del año pasado. Viajó con su hermano Carlos, dejando atrás su hogar para evitar la soledad que la aquejaría si decidía quedarse a vivir en Palestina, la Tierra Santa de los cristianos, judíos y musulmanes. El problema es que después de casi nueve meses sigue sin aprender español.
Es una mujer de sesenta años que usa el cabello corto y que camina lentamente con las manos entrelazadas, cuando se sienta juega con sus dedos mirándolos atentamente. Sus ojos brillan al nombrar a Palestina, olvidando la diferencia de idiomas se apasiona hablando y uno se pregunta si realmente habrá entendido lo que ella quiso decir. Entonces su hermano Saba, con menos paciencia que ella, traduce y agrega riendo: “¿No conoce a algún viejo que quiera casarse para librarme de este cacho?”. Ella lo observa, alza los hombros y las manos al cielo, mientras hace un ruido semejante a un suspiro. Después quita la vista y mira hacia fuera para ver entrar a la escasa clientela de la tienda de ropa donde trabajan.
Del viaje, lo más difícil fue atravesar el puente “Rey Husein” ex “Allenby”, que une Israel con Jordania. Esperó cuatro tediosas horas al sol para que examinaran minuciosamente su equipaje. María se molesta al hablar del tema, se agita y dice sentirse humillada. Mueve el dedo índice de un lado a otro diciendo “no”. Las palabras “fanatismo religioso” y “terroristas” se traducen con cuidado. El conflicto árabe- israelí ha expandido el temor por la zona de tal manera que la protagonista de la historia se ha negado a salir en fotografías y en la entrevista se ha modificado su nombre para protegerla de posibles represalias que pudieran ser tomadas en su contra. Ella quiere volver a su casa, aunque no lo dice directamente. A su hermano Saba le apena preguntarle, “¿Se imagina si le pregunto si quiere volver? Va a creer que la estoy echando”. Por supuesto, esas no son sus intenciones. El reencuentro ha tardado más de cuarenta años.
La falta de trabajo fue determinante para que Saba optara por lo que ya se estaba convirtiendo en una tradición familiar: viajar a Chile y trabajar en el comercio. Así, a los veinte años él dejó su hogar. María aún recuerda como lloraba su padre cuando su hermano se marchó, mientras él sonriente confiesa haber sido el regalón de un hombre que llegaba agotado del trabajo a cenar para acostarse a dormir.
Ella también extrañaba a su hermano, solía pensar en cómo le estaría yendo en Chile y le intrigaba saber qué tenía el país en el que por generaciones se había instalado su familia. La noche anterior al viaje casi no pudo dormir de los nervios. Al llegar al aeropuerto de Chile se miraron por unos minutos para reconocerse, cuando encontró en el hombre que tenía frente a sus ojos los restos del joven que había partido de Palestina se abrazaron largamente y lloró.
Chile no era un país totalmente nuevo para ella, en él se había impregnado el trabajo de sus antepasados y ella podía ver el fruto del esfuerzo en la calle Dominica, donde familiares en diversos grados tienen sus negocios. Cuando pasa alguno a preguntar cómo está, María saluda de dos besos, abraza cálidamente y estrecha las manos con fuerza, mientras que en Palestina apenas se saluda de la mano.
Lo más difícil ha sido dejar su casona blanca en Beit Jala, un pueblo cercano a Belén. Es una de las pocas veces que María no sonríe, una mueca de disconformidad se apodera de su rostro cuando claramente repite “mi casa, mi casa”. Con impotencia y tristeza, María tuvo que poner cadenas al escenario de su pasado y dejarlo atrás para llegar a Chile con su familia, confiando en la visita esporádica de una hermana que vive en un sector aledaño.
Aunque María habla un poco de otros idiomas, como inglés, francés e italiano, porque el sistema educativo lo contempla, sólo sabe algunas palabras del español. Quiere aprender más para poder salir y conocer Chile, pero sobretodo para ayudar a su hermano en la tienda y no tener que llamarlo cada vez que entra algún cliente. Por ahora, ella se limita a observar. A veces saca de una bolsa un chaleco y lo sujeta de los hombros mostrándoselo a la clientela mientras dice “bonito chaleco, bonito y barato”.
María tiene algo especial, sabe que comunicarse no sólo se trata de hablar. Con su mirada logra transmitir todo el amor que siente por su patria cuando dice “bonito Palestina, bonito” y se lleva una mano a los labios lanzando un beso al cielo. Es una mujer de una paciencia excepcional, repite e intenta explicar con gestos lo que está diciendo en su idioma.
Reconoce que se aburre a veces, trabaja con su hermano de lunes a viernes y los domingos va a misa en la “Iglesia Ortodoxa San Jorge” donde rezan en árabe y puede conversar con más gente. Realmente extraña la autonomía que tenía en su vida antes de viajar a Chile, le parece absurdo que siendo mayor tenga que depender de los otros para salir, se sonríe al pensar en cómo sería perderse.
No sabe si se quedará definitivamente en Chile, regresar a su hogar es una puerta que no quiere cerrar; pero tampoco desea dejar a la familia y vivir sola en el lugar que por años compartió con sus familiares, lugar que abandonaron en busca mejores oportunidades. Ella no puede creer no haber sido la excepción.
4 comentarios:
Qué bonita historia, aunque un poco triste. Realmente lograste captar la esencia de la señora y con las descripciones que hiciste pude imaginármela.
La escena del aeropuerto me impactó. Ni siquiera puedo imaginarme lo que debe ser encontrar al hermano después de tanto tiempo.
¡Pucha que sufren los palestinos! y uno acá a veces se queja de puras leseras.
Me gusta tu estilo. Te felicito.
Encontraste una buena historia. Mantengo los comentarios que te hice en clases.
Que linda historia, muy bien contada.
Te felicito, me ha gustado mucho tu historia y tu forma de escribirla.
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